Dos Certezas

A las 9 de la mañana, el impaciente Sol de agosto hacía claro acto de presencia.

La casa se encontraba en completo silencio y, encerrada en su recámara, ella esperaba de pie frente al espejo que reflejaba la luz por la ventana. Lucía un sencillo vestido color marfil y el cabello recogido en un chongo que acababa de hacerle la vecina.

Escuchó el sonido familiar de un auto que se acercaba y sintió a su corazón latir más y más fuerte. Hizo a un lado la cortina y asomó el rostro por la ventana. Sí, era él en su pequeño Sentra rojo.

El momento había llegado.

Respiro hondo, tomó la pequeña maleta que descansaba sobre su cama y abrió la puerta con firmeza. Antes de dar un paso más, recorrió con la vista todo aquello. Su pequeña cama, los posters que adornaban las paredes, su tocador y el ropero. Ahora todo lucía vacío. Sabía que era la última vez que los vería como suyos. Se propuso no pensar más en ello y salió.

Al salir de la habitación se encontró con la dura puerta del cuarto de su padre, cerrada por completo. Trató de ignorarlo pero le dolía demasiado. No se detuvo.

Atravesando el pasillo se encontró a su hermano y le dijo: “Ahí te veo a las 10, ¿eh? En el Registro Civil de Palacio Municipal. Si, en el de Zona Río”. Casi suplicando agregó: “No faltes, por favor”. Él le aseguró que ahí estaría, observándola con pesar. Se dieron un breve abrazo y un beso y no dijeron más. Ella retomó el paso deprisa como queriendo escapar de todo recuerdo doloroso que pudiera alcanzarla.

El portazo de salida fue lo único detrás de sus pasos.

En cuanto ella salió, él bajó del auto. Se vieron a los ojos y sonrieron.

Esa sonrisa era todo lo que ella necesitaba para sentirse mejor. Menos afligida, Sigue leyendo